El vino

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Él no vino.

Por la ventana el sol antes de irse estaba a los codazos, como haciéndose lugar para decirme algo. Destapate un vino.

Era martes, creo. Dije no, que mañana no sé qué y el corcho voló más rápido que el sol persistiendo en su recorrido e iluminando lo inexplicable. Ya fue. Esto ya fue, mariujeña.

Barujatáadonaielojeinumelejaolam, ¿cómo seguía?

Me mandé un sorbo pensando, boréperíjagafen. Por qué te voy a bendecir, explicameló por favor te lo pido.

Me alegro de no recordar ni una frase de sobrecito de azúcar. Hago un esfuerzo y alguna frase es interceptada por una patada voladora mental. Tomatelá. Tomarse un vino es un acto insignificante y si hay una bendición que hacer será la tuya para mí, en todo caso. 

Bendecime ya mismo, solo porque soy tu única opción y me estás esperando, porque estás cerrado y te abrí, porque te das el lujo de recorrerme como nadie más puede: desde la ansiedad por la que nos encontramos en la punta de mi lengua que se asoma dentro la copa entre los labios hasta la sutileza máxima por la que tu espíritu impregna los segundos que me circundan, retrasando la rotación, la traslación y cualquier otro movimiento posible del planeta y sobre todo bendecime porque en el momento en el que ese trozo de madera salió expulsado por el aire como un cometa sin derrotero, emitiendo esa detonación tan embriagadora como tu propia esencia, yo me entregué a vos, decidida y abiertamente, para perder lo que tengo.

Así que bendicime, por favor, y circuncidame, o directamente cortame la cabeza, porque ya fue.

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